Sin mi ayuda, Poletchka seguiría el camino de su her- mana... Su tono malicioso parecía lleno de reti- cencia, y mientras hablaba no apartaba la vista de Raskolnikof, el cual se estremeció y se puso pálido al oír repetir los razonamientos que hab- ía hecho a Sonia. Iba vestida pobremen- te, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condi- ción. Al fin cogió el volumen y lo exa- minó. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a obrar. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que expe- rimentaba una tendencia inexplicable a creerle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada había sucedido to- davía. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. La cita fue en el Parque Washington, la hora . Otra cosa que podía de- ducirse era que Porfirio acababa de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. que esta mañana ha recibido una carta. -Perdónenme que les interrumpa -dijo Piotr Petrovitch sin dirigirse a nadie particu- larmente-, pero me he visto obligado a venir por un asunto de gran importancia. Raskolnikof calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladof su- peraba bastante a la de su mujer. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre taciturno. ¡Decir a gritos en un establecimiento público: "¡Yo he matado...!" Cierto que todo esto estaba bastan- te confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. Por lo de- más, para conocer a una persona, hay que verla y observarla atentamente durante mucho tiem- po, so pena de dejarte llevar de prejuicios y cometer errores que después no se reparan fácilmente. Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodia, echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia. Tengo dinero y amigos. Deténgame -añadió-, regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. Hasta que un día, de pron- to, perdió la paciencia. -¡Qué veleta es usted! Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entre- tuvimos ayer. Todas las particularidades extrañas de la causa se tomaron en considera- ción. ¿Por qué, aun sintiéndose fatigado tan extenuado, que debió regresar a casa por el camino más corto y más directo, había dado un rodeo por la plaza del Mercado Central, donde no tenía nada que hacer? Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad. Tengo que marcharme en seguida. Un jirón de tela ondulaba a su espalda. Éste le dio, como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se había. El pobre animal está ya exhausto. Poco a poco, la imagen de Dunia fue esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Dunia no pudo menos de creer que se-. enseñaba delante de todo el mundo a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no sabían hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos. -Veo que han lavado el suelo. Él conocía y com- prendía las causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse que tuvie- sen tanta fuerza y profundidad. Ya es hora de irse a dormir. Si es así, piensa que ruego por ti. El desconocido advirtió al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. -¿Qué quiere usted decir con eso de, «más noble»? -Entonces, ¿a qué diablos has venido? Su embriaguez se disipaba a ojos vistas. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos repletos de flo- res. ¿Por qué será tan hermosa? -Eso ya lo sé. Yo he ido a verlos. Porfirio Petrovitch reía por educa- ción, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto acontecimiento del que no quiero hablar... Pero ¿dónde va usted? Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad? Después de beberse un vaso de champán o de vino del Don en un estableci- miento de mala fama, empieza a alborotar. Se sentó un poco aparte, bostezando con indolencia, pero con aire de persona importante. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Mi padre no las habría querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el honor de recibirlas, habría sido tan sólo por su excesi- va bondad. -Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle -dijo Lujine, tor- ciendo la boca con una sonrisa equívoca-. Como almohada utilizaba un pe- queño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obe- diencia, porque esta obediencia los encanta. -Nadie le ha dicho que refiera esos deta- lles íntimos, señor -le interrumpió secamente Ilia Petrovitch, con una satisfacción mal disi- mulada-. Por otra parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la desgracia. ». Dunia se acercó a la mesa y cogió la lla-. Su semblante expresaba el asombro del hombre al que acaban de hacer una pregunta insólita. ¿Qué me dices a esto...? En vez de esto, se decía que había obe- decido a la fuerza oscura del instinto: cobardía, debilidad... Observando a sus compañeros de presi- dio, se asombraba de ver cómo amaban la vida, cuán preciosa les parecía. En su desesperación, estaba dispuesta a disparar. -Dígame francamente qué es lo que des- ea de mí... Sólo oigo de usted alusiones. «Me parece que no deliro -pensó-. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Si alguna vez..., aunque esto sea una suposición absurda..., si alguna vez yo contrajera matri- monio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mujer: « Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora lo respeto por el hecho de haber sabido protestar... » ¿Se ríe...? Al fin llamó a Felipe y, después de haber paga- do su consumición, se levantó. No, se está mejor en casa. -La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado -murmuró para sí el juez de instrucción. Con profundo pesar, notó que las fuer- zas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía. Sepa usted, pues, que mi esposa se educó en un pensionado aristocrático provincial, y que el día en que salió bailó la danza del chal ante el gobernador de la provin- cia y otras altas personalidades. ¿Qué me dices a esto...? Era pobre en extremo, orgulloso, altivo, y vivía encerrado en si mismo como si guardara un secreto. ¿De qué se reirá ese cretino? Yo he dado un bocado sin apetito. Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su lado, en el diván, y empezó a charlar. -gritó Ras- kolnikof en un arrebato de ira-. De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le traspasó el corazón. -He llegado un momento antes que us- ted y lo he oído todo: sé cómo le han torturado. «Para su ami- ga sí que tiene tiempo», ha dicho. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele. ra, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar. -preguntó otro, tras haber echado una ojeada al papel. Los Kapernaumof quedan lejos, a cinco piezas de aquí. -Iré, iré -se apresuró a contestar Raskol- nikof, levantándose-. -No se inquiete usted -continuó Svidri- gailof-. Es un cirio, un cirio que se funde ante la imagen del Señor... Sus ojos esta- ban llenos de lágrimas después de escuchar mi relato desde el principio hasta el fin. Sentía un frío glacial, pero esta sen- sación procedía de la fiebre que se había apode- rado de él durante el sueño. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Una violación es sumamente difícil de demostrar. El día que vine acompañado de Zamiotof te produjo verdadero espanto. Después estuve otros dos vagando por Pe- tersburgo. No se habían visto desde hacía cuatro meses. La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. Trabaja en dos depar- tamentos del Estado y comparte las ideas de las nuevas generaciones (como dice mamá), y, según Dunetchka, parece un hombre bueno. Entonces el pánico se apoderó de Sonia. -le gritó el ayudante, cuyo mal humor había ido en aumento-. Todos hablaban a la vez. La mente de Raskolnikof era un hervi-, «Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. Yo he venido a darle una explicación. El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Pero pronto se tranqui- lizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Afortuna- damente, nadie se había enterado de lo ocurri- do. No cesabas de repetir, gimoteando: «Dádmela; la quiero. La cúpula de la. Hacía mucho tiempo que no había probado el vodka, y la copita que se acababa de tomar le produjo un efecto fulminante. -Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune. Él la ha visto como yo, hace unos instantes, en su camino, se ha dado cuenta de que estaba bebida, inconsciente, y ha sentido un vivo de- seo de acercarse a ella y, aprovechándose de su estado, llevársela Dios sabe adónde. ¡Ánimo y arriba! Raskolnikof estaba pálido y respiraba. No, no es eso. Ya. En seguida empezó el interroga- torio de rigor. ¿Es que ni siquiera tiene valor para tomar una deci- sión en teoría? ¡Ah, Dios mío! Las últimas palabras las dijo en un susu- rro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla. ¡Decid algo! Esta joya contrastaba singu- larmente con el resto de su atavío. Ésta, al principio, no podía creer en lo que esta- ba oyendo; pero acabó por rendirse a la eviden- cia. Esto era tan extraño, que Raskolni- kof se preguntó en el primer momento si no se habría equivocado. También reclamabas unos bajos de pan- talón deshilachados. -exclamó Sonia, aterra- da-. La profunda aver- sión que Svidrigailof le inspiraba le impulsaba a alejarse de él lo más de prisa posible. Us- ted se presentaría cuando otro se ha acusado del crimen, trastornando profundamente el proceso. Al fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la Barrera. El comisa- rio, tampoco. sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la comida en la boca. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de exponerle un caso particular. A mí me gusta tratar con gente joven. -¡Claro que nos tendremos que marchar! Nosotros no cantaremos can- cioncillas ligeras, sino hermosas romanzas. Este punto estaba ya resuelto. Parecía esperar algo. En su ánimo acababa de producirse una, especie de revolución. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Las líneas danzaban ante sus ojos. No he visto a ese hombre más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser. -Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. Arréglelo. Pasaba noches enteras rezando y leyen- do los libros santos antiguos. Svidrigailof estaba también inmóvil. Esta limpieza cuesta dinero; es una limpieza especial. -Basta ya -dijo Raskolnikof-. ¡Ahora que me acuerdo! Al oír estas palabras, la patrona, fuera de sí, empezó a golpear con el puño la mesa mientras decía a grandes gritos que ella era. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre. No lo mando detener, no lo molesto para nada. trovna me permitiría cortejar a las campesinas, pero siempre con su consentimiento secreto y teniéndola al corriente de mis aventuras. Aquí lo tienes; tengo el honor de de- volvértelo. ra, misteriosa. En los últimos tiempos, él le pegaba. ¿Por qué no gimen? das... Ahí tiene usted... Y yo... yo estaba borra- cho. Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada. Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como censurándome... ¿No te parece que esto. -En cuanto al dinero de la vieja, ni si- quiera sé si tenía dinero -dijo en voz baja, vaci- lando-. El simple hecho de haberse detenido en el mismo sitio que antaño, como si hubiese creído que podía tener los mismos pensamientos e intere- sarse por los mismos espectáculos que enton- ces, e incluso que hacía poco, le parecía absur- do, extravagante y hasta algo cómico, a pesar de que la amargura oprimía su corazón. Profundamente inquieto, Ras- kolnikof envió a preguntar por ella. Se les insulta desde to- das partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son las palabras de los testigos), gritan, dispu- tan, lanzan carcajadas, se hacen guiños y se persiguen por la calle. ¿Ha visto us- ted alguna vez una mariposa ante una bujía? La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le aho- gaba cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. -preguntaron las dos mujeres a la vez. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. -¡Preguntar, preguntar...! ¿A santo de qué se me ha ocurrido ir a ver a Rasumikhine? Deseo que la cosa quede entre nosotros. »Pasemos a la segunda cuestión, al pro- vecho que obtendría usted de una confesión espontánea. Duchkhine mentía desca- radamente, pues le conozco y sé que cuando aceptó de Mikolai esos pendientes que valen treinta rublos no fue precisamente para entre- garlos a la policía. Hay que estar ciego para no advertirlo. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces. Evidente- mente, otra persona se dirigía al piso cuarto. Así las cosas, llegó el desdicha- do asunto. Pero sepa por antici- pado que no le creo, no le creo en absoluto. las mismas condiciones que la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. Pues se lo cuento para que pueda usted juzgar con conocimiento de causa y no considere un crimen mi conducta del otro día, tan cruel en apariencia. Destroza sus ropas y les confecciona gorros de saltimbanqui. Luego se acercó a la puerta, la abrió, aguzó el oído... No, aquello no estaba allí... De súbito creyó acordarse y, corriendo al rincón donde el papel de la pared estaba desgarrado, introdujo su mano en el hueco y hurgó... Tam-. Levantó su fusta. ésta era la mejor táctica que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peli- gro de comprometerse, sino que tal vez conse- guiría irritar a su adversario y arrancarle algu- na palabra imprudente. -¡Mitri, Mitri, Miiitri! Usted debería hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el contrario, sólo les causa inquietudes... -Eso no le importa. Mostró en silencio la sangre a Raskolni- kof, y cuando hubo recobrado el aliento, em- pezó a hablar nuevamente con gran animación, mientras rojas manchas aparecían en sus pómu- los. Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Después, cuando el pobre ya habia muerto, ¡cuántas veces lloramos juntos ante su tumba, abrazados como ahora! «Por lo tanto, se ha detenido. Sí, terminaré porque quiero terminar... Pero ¿es esto, real- mente, una solución...? Añadamos a esto la en- fermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Y ahora cojo mi gorra y me marcho. -¿Hace mucho tiempo que está usted en- fermo? Algo extraño acababa de pasar en- tre ellos. ¿Por qué estimaban todos tanto a So-. también él llevaba un mes sin desplegar los labios. No estaría nada bien que siguiera viviendo como vive, y con este dinero no tendrá necesidad de hacerlo. Temiendo estaba que el hacha se le ca- yese. Hemos de seguir la misma ruta, codo a codo. En el piso hay numerosos in- quilinos. Estaban con él un niño que tocaba un organillo portátil y una robusta muchacha de frescas me- jillas que llevaba una falda listada y un sombre- ro tirolés adornado con cintas. Según la in- vestigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. Yo mismo le indiqué el camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. -Denúnciale si quieres. Raskolnikof le esperó en silencio, con una calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara se moviera. Pero, ¡bah!, qué importa. ¡A qué grado de estupidez puede conducir a un hombre el despecho! Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Su indignación es muy expli- cable... ¿Se va usted a mudar a causa de la lle- gada de su familia? Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabe- za grande, esférica y de abultada nuca. Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía. -« ... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Se daba perfecta cuen- ta de lo que hacía, pero no podía dominarse. -exclamó Raskolnikof rete- niendo a Rasumikhine. Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks. Apenas se hubo puesto el calcetín en- sangrentado, se lo quitó con un gesto de horror e inquietud. -¿De dónde sales? Viv- íamos en perfecta armonía, y ella estaba satisfe- cha de mí. Raskolnikof se sintió interesado al prin- cipio; después, de súbito, notó que la ira le do- minaba. Lo que te echó todo a perder fue la conducta del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. Rodia. Los dos se detuvieron y estuvieron un momento mirándose. ¡Confiése- lo! Y, finalmente, tengo que enseñarle al- gunos documentos. -exclamó-. Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. -No estoy de acuerdo con usted -dijo Lujine, visiblemente encantado-. La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Iba acompañado de tres amigos que le dejaron pero en cuya presencia preguntó al portero en qué piso vivía la vieja. Él me respetaba, me respetaba pro- fundamente. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se, había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. 7.5K Likes, 46 Comments. -continuó, fingiendo no darse cuenta de la mu- da interrogación del joven-. Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vi- da. -Como si quiere usted que tome dos. Y acabó por romper el piano, lo cual no me pare-. Se despertó de pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. No alimentaba vanas esperan- zas, contrariamente a lo que suele ocurrir en los. joven su rostro, cubierto de una palidez mortal. No puedo re- cordar sin reírme cómo logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia. -¿Y ella te lo ha dado? Manifestó que Arcadio Ivanovitch era una personalidad ocupada con- tinuamente en negocios de gran importancia y que estaba relacionado con los personajes más eminentes. A veces, tras días o semanas de lágrimas y silencio, Pulqueria Alejandrovna se entregaba a una agitación morbosa y empe- zaba a monologar en voz alta, a hablar de su hijo, de sus esperanzas, del porvenir. Pero si yo soy... una mujer sin honra. Ya lo dice el prover- bio: "El pan y la sal, por partes iguales; los be- neficios, cada uno los suyos. Las lecciones de tiro que tuve el honor de darle en el campo no fue- ron inútiles, por lo que veo. Poco le había faltado para per- derse irremisiblemente. Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que el culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que ni siquiera pudiera pre- cisar su numero. Después Dunia entró en el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio mismo en que se había sentado el día anterior. ronca, entrecortada, siniestra, deteniéndose para respirar después de cada palabra, con una creciente expresión de inquietud en el rostro, volvió a cantar: de los llanos del Daghestan..., con una bala en el pecho... De pronto rompió a llorar y exclamó con una especie de ronquido: -¡Excelencia, proteja a los huérfanos en memoria del difunto Simón Zaharevitch, del que incluso puede decirse que era un aristócra- ta! Durante tres ha estado delirando. Unos vestían batas caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecen- cia. Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteli- gente para conducirse con prudencia... La ver- dad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Raskolnikof le estrechó la mano y se fue. Entonces el asesino sale del piso y empie- za a bajar la escalera, ya que no tiene otro ca- mino para huir. Tendría celos de Avdotia Romanovna, celos a causa de mi persona, ya lo. tuviera fuerzas para apartarla-, es necesario que esté «ligado» a «él»... Él no tenía intención de matar a Lisbeth... La asesinó sin premedita- ción... Sólo quería matar a la vieja... y encon- trarla sola... Fue a la casa... De pronto llegó Lis- beth..., y la mató a ella también. El principal responsable de este absurdo fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz. Sus. -Sí. Esto es lo que pensaba. No me im- porta la resolución que usted pueda tomar aho-. »-¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche? Me dije que de este modo no se sospecharía de mí. -Estás equivocado. Comprenda que la agitación que usted ha de- mostrado, su prisa en marcharse, el hecho de que haya tenido usted en todo momento las manos sobre la mesa, y también, en fin, su si- tuación social y los hábitos propios de ella, son motivos suficientes para que me vea obligado, muy a pesar mío y no sin cierto horror, a con- cebir contra usted sospechas, crueles sin duda pero legítimas. ¡Y yo buscándote! -¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho. Amalia Iva- novna, le ruego que, en su calidad de propieta- ria de la casa, preste atención al diálogo que voy a mantener con Sonia Simonovna. ». Ésta le replicó que mentía al hablar de buenas intenciones, pues el mismo día anterior, cuando el difunto estaba todavía en el aposento, se hab- ía presentado para reclamarle con malos modos. Se oye un ruido seco. Apenas hubo fran- queado la puerta del piso, sintió una cólera ciega contra Rasumikhine. Otra pregunta. Pero estoy conven- cido de que le quedan a usted muchos años de vida. Y aho- ra que no tengo lecciones ni dinero para comer, me exige que le pague... Es inexplicable. Pero no pudo comer nada. Sólo tres hombres trabajaban en este horno. Rodia consiguió que lo admitieran en un asilo y más tarde, cuando murió, pagó su entierro. ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! Vamos a lo que interesa. ¡Qué fácil le habría sido enton- ces soportar incluso el deshonor y la vergüen- za! Dunia no pudo pegar ojo la noche que precedió a su respuesta y, creyendo que yo es- taba dormida, se levantó y estuvo varias horas. La cuestión de averiguar por qué se di- rigía a casa de Rasumikhine le atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo. Hablaba sin descanso y, generalmente, para no decir nada, para deva- nar una serie de ideas absurdas, de frases estú-, pidas, entre las que deslizaba de vez en cuando una palabra enigmática que naufragaba al pun- to en el mar de aquella palabrería sin sentido. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. -¿Cómo? Juzguen ustedes mismos. Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del papel y trata- ba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Tiene siete años y pa- sea con su padre por los alrededores de la pe- queña población, ya en pleno campo. Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez de instruc- ción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala. Precisamente porque soy malo he venido en tu busca. -preguntó a la sirvienta, en vista de que su amigo no contestaba. Entonces vio a So- nia. Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una acti- tud de orador. -intervino Lujine, dirigiéndo- se a Zosimof. Aún se reía cuando atravesó la plaza. ¿Se acuerda? No me mar- charé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué, habré venido...? Yo sólo quería dis- culparme ante ti, mamá -terminó con voz en- trecortada y tono tajante. Verdaderamente, cuesta creerlo, pero él lo ha explicado todo, y su declaración es de las más completas. «Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el momento de abrir la puerta. lo he oído todo, y si no he hablado hasta ahora ha sido para ver si comprendía por qué ha obrado usted así, pues le confieso que hay cosas que no tienen explicación para mí... ¿Por qué lo ha hecho us- ted? » Entonces Dios te devolverá la vida. Así da lugar a que sospechen. La cabeza le daba vueltas. En verdad, era imposible no verlo en aquella oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pe- sar de la hora, y en el que se percibían ciertos indicios de animación. Sólo, comía por no desairar a Catalina Ivanovna, limitándose a mordisquear los manjares con que ella le llenaba continuamente el plato. Él se volvió hacia ella y la miró fijamen- te, con una expresión singular. -¿De modo que no lo sabe? tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha querido es- cucharla. Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña imagen. Exclama: »-En esta casa comes, bebes, estás bien abrigado, y lo único que haces es holgazanear. -¿Es usted estudiante? Un sentimiento de duda y de rebeldía llenaba su corazón. -En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de mis actos -exclamó, pendiente de las reacciones de Porfirio Petrovitch, en su de- seo de descubrir sus intenciones-. Por lo tanto, usted me encuentra de un humor especial. Dmitri Prokofitch alquiló una casa para las mujeres en un pueblo de las cercanías de la capital por el que pasaba el ferrocarril. ¿Te atreverás a dirigir la palabra a tu madre...? Si, no le quepa duda de que lo. Nastasia le trajo la comida y él comió y bebió con gran apetito, casi con gloto- nería. Y estas fuerzas hay que conse- guirlas por la fuerza. En una palabra, que conseguí mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un simple azar. gueaba una multitud de pequeños traficantes y vagabundos. -Pero no debemos olvidar -añadió- que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los efectos del delirio... La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente, una influencia saluda- ble, siempre que se tenga en cuenta que hay que evitarle nuevas emociones. Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano que había tendido. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.». ¿tendría motivos para inquietarse si se le de- nunciaba cuando emprendiera algún negocio? Tenía veintisiete años, una cara páli- da, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Su llegada a aquella hora intempestiva causó gran desconcierto. Del modo de. ¡La muy le- chuza! ¡Después de haber recibido mi hospitali- dad, me pone en medio del arroyo con mis po- bres huérfanos! Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama... Ni por el martirio se lograr- ía que hiciera nada injusto. Raskolnikof comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta compren- sión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero. Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio... Parece inteligente... Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter muy es-. En una ocasión incluso se hab- ía internado en un bosque. verle –dijo Raskolnikof con una sonrisa-. Raskolnikof volvió a sonreír. Y añadió, con un visible esfuer-. estaba muy segura de que el joven cumpliera lo prometido. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter? -Y Piotr Petrovitch es un chismoso. Sí, se lo habría puesto. Y la madre estrechó apasiona- damente a la hija contra su pecho. Un vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está, firme el espíritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. Ya que has sali- do sin deber, sigue fuera de casa... Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona... Un té modesto... Compañía agradable... Si lo prefie- res, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. No conten- ta con esto, mostraba y leía a todo el mundo la carta escrita por Dunetchka al señor Svidrigai- lof. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes pen...! Cuando vio que volvía en sí, se apresuró a regresar a su puesto. ¡Tanto como te he habla- do de ella en mis cartas! hayan detenido. En cuanto a entrar, no me es. cabellos, brillantes de cosmético. -¡Pero Rodia! Ahora me meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido... Pero ¿por qué. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no podía formarse una idea. Aquel hombre le inspiraba una gran des- confianza. Sin embargo, un par de veces Pulqueria Alejandrovna había conducido la conversación de modo que tuvie- ran que decirle dónde estaba Rodia. Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la resurrección de los muertos. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo eludía, pero tampoco lo buscaba. Andando el tiempo, recordó perfectamente los detalles de este per- íodo. Te conozco bien, mi querida Dunetchka. Pulqueria Alejandrovna le miró tímida- mente, pero no intranquila, pues pensaba en los tres mil rublos. ¡Ah! Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. -volvió a preguntarle, apartándose un poco de él. -Están en el cuarto Evangelio -repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio. De pronto se acordó de que, poco antes de poner en práctica su proyecto sobre Dunia, había aconsejado a Raskolnikof que confiara a su hermana a la custodia de Rasumikhine. ¡Oh, tiem- pos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis...? -Todo. Mi patrona ha salido. Pero no, no se había vuelto loco, ya que era capaz de distinguir los diversos ruidos... Por lo tanto, pronto subirían a su habi- tación. -gruñó, mirándole con desprecio. había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió-: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. Un estremeci- miento glacial le recorrió todo el cuerpo. En, cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy. Por peligroso que sea usted y por poco que desee perjudicarme, no quiero andarme con rodeos ni. Parecía hablar consigo mismo, pero hab- ía levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebeziatnikof encolerizado. -Para saber si está en casa o cuándo vol-. Tampoco es posible que me haya equivocado en mis cuen- tas, porque las he verificado momentos antes de llegar usted y he comprobado su exactitud. Y Raskolnikof empezó a beberse en si- lencio su taza de té. -¿Quiere usted vodka? -Soy yo, que vengo a su casa -dijo Ras- kolnikof. -Sí, Rodia; estoy avergonzada -y, pálida de ira, gritó a Lujine-: ¡Salga de aquí, Piotr Pe- trovitch! -Me siento débil, Dunia. Raskol- nikof cerraba la marcha e indicaba el camino. ¡Cuánta sangre! Creo que sí que estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y no de- be de tener humor para salir. Yo es- toy seguro de que es un inexperto de que éste es su primer crimen. con mayor apocamiento aún-. Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. Amalia Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Piotr Petrovitch en medio de las carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se dirigió contra Catali- na Ivanovna, sobre la que se arrojó vociferando como si la hiciera responsable de todo lo ocu- rrido. Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Allí elegiré un gran árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de diminutas gotas caerán sobre mi cabeza.». Esto era lo que él quería. -exclamó la joven con un gesto de dolor. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro. Cuando lle- gaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Ya hablaremos mañana. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido. En verdad, habría sido difícil no confiar en aquel joven que poseía una voluntad de hierro. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Llevaba un vestido sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Mos- traba esa bondad propia de las personas grue- sas y perezosas y era exageradamente pudoro- sa. Espero que, una vez esté curado, nuestras relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya conoce usted. Esta expresión baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los dic- cionarios del futuro. El revólver arrojado por Dunia había rodado hasta la puerta. Pero esto poco importa. ¿Qué es lo que proyectará? Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de inquietud. Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos no- ches seguidas... ¡Señor! Todo lo que te he dicho es absurdo, pura charlatanería... La verdad es que, como sabes, mi madre está falta de recursos y que mi hermana, que por fortuna es una mujer instruida, se ha visto obli- gada a ir de un sitio a otro como institutriz. Todo ha terminado. Entró en el figón, se bebió una copa de vodka y dio algunos bocados a un pastel que se llevó para darle fin mientras continuaba su pa- seo. -Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. Esta disposición de ánimo era sumamente peligrosa. -exclamó Pul- queria Alejandrovna, asombrada. Es una niña. -¿No os parece, amigos, que ese caballe- jo tiene lo menos veinte años? Cien, mil obras útiles se podrían mantener y mejorar con. -Ahí lo tiene usted, en el diván -dijo-. No sé de qué me habla. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quin- ce kopeks. La bala debió de rozar la piel del cráneo. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado. Llegó al fin el momento de la separación. Es mejor que yo lo sepa todo, mucho mejor. Sí, así se lo dije. Pues Catalina Ivanovna, a pesar de sus sentimientos magnánimos, es una mujer irasci- ble e incapaz de contener sus impulsos... Sí, así es. Ya verás como no tendréis que avergonzaros de mí. misma de la alimentación de mis hijos y no me humillaré ante nadie. -¿Sabes lo que voy a hacer? Tú llevabas en- fermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! ¡Vaya una pregunta! Si no le hubiesen atro- pellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echa- do en la cama bonitamente para roncar, mien- tras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar has- ta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna...? Se quitó la pipa de la bo- ca y se dispuso a ocultarse, pero, al levantarse y apartar la silla, advirtió sin duda que Raskolni- kof le espiaba. Tras estas conjeturas, se quedó petrifi- cado al ver que Nastasia estaba en la cocina y, además, ocupada. Raskolnikof le dirigió una mirada sombría. ¡Qué gente tan miserable! १.७ हजार views, ३१ likes, ० loves, ० comments, ९ shares, Facebook Watch Videos from Comicos Ambulantes Antiguos: Comicos Ambulantes Antiguos - Tornillo Oee Juan. En las prime- ras horas de esta mañana hemos recibido un carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nues- tra llegada. En general, hablaba de un modo confuso y contra- dictorio. Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Le ruego que no tome esto como una familiaridad. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidio- sa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. Tenía dos cosas para empeñar: un viejo reloj de plata de su padre y un anillo con tres piedrecillas rojas que su hermana le había en- tregado en el momento de separarse, para que tuviera un recuerdo de ella. Es- taba dispuesto a sostener en todos los terrenos la inocencia de esos hombres. Lo que nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas per- sonas a arrojarse por una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad, Rodion Romano- vitch, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las dos. Ras- kolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él. No quiero ningún trato con usted. Andrés Simono- vitch es testigo de que todo cuanto acabo de decir es exacto. Los demás se entre-. Que se vayan al diablo mis invitados. ¿O acaso he entendido mal? Cuando vio a Alena Ivanovna, aunque no sabía nada de ella, sintió una repugnancia invencible. Te parece esto irrisorio, ¿verdad? Raskolnikof com- prendió que era su amor a él lo que había im- pulsado a su hermana a hacerle aquella visita. -Pues... sí. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja asesinada en nuestro barrio. Rasumikhine tenía otra característica notable: ninguna contrariedad le turbaba; ningún revés le abatía. -Tú también pierdes la calma, Dunetch- ka -dijo la madre, aterrada y tratando de hacer callar a su hija-. Todas ten- ían los ojos hinchados. Dicen que tenía dinero. Dunetchka nada repuso. -replicó Raskolnikof-, y, no contento con profe- rir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos nosotros. ¿No le parece a usted, mi querido señor, que ella ha de conservar una limpieza atrayente? -¡Qué ruindad! -¿Va usted a dar una vuelta? «Entraré, me pondré de rodillas y lo confesaré todo», pensaba mientras se iba acer- cando al cuarto piso. Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Raskolnikof se puso en pie de un salto, permaneció asi un momento y se volvió a sen- tar sin pronunciar palabra. Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona. Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Ya no estoy enfermo... Oye, Rasumikhine: ¿hace mucho tiempo que estás aquí? Con un cortaplumas cortó estos flecos. ¡No se preocupe! Raskolnikof se levantó con un gran es- fuerzo. Confiéselo. -repitió Lebeziatnikof sin. Es la mujer en cuya casa me hospedo... ¿Me escucha? -Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál de los dos habría sido más funesto ese matrimonio -dijo Pulqueria Alejandrovna. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener los pies clavados en el suelo... Intentó gritar y se despertó. A las once y veinte se presentó, completa- mente empapado, en casa de los padres de su prometida, que habitaban un pequeño depar- tamento en la tercera avenida de Vasilievski Ostrof. De pronto, todo el cuerpo de Sonia em- pezó a temblar. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. ¡Juntos, siempre juntos! Miraba a la muchacha con una especie de veneración que la confundía. El niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho tiempo y a la que no había co- nocido. ¿Qué le parece? ¿Dónde está la clave del enigma? ¿Verdad que la ha interrogado...? 26.8K Likes, 349 Comments. No me gusta importunar a nadie. ¡Se ha desmayado! -dijo alegremente Porfi- rio Petrovitch-. Ya hacía tiem- po que esta idea rondaba su imaginación. ¿cuántos quedarían verdaderamente puros? « Es un conspirador político: estoy segu- ro, completamente seguro -se dijo con absoluta convicción Rasumilchine mientras bajaba la escalera-. Si alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Ras- kolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría proferido un grito. -A casa de Rodia. -¿Por qué te marchas, Rodia? ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias? Experimentaba la nece- sidad de sentarse. Sonrien- do, besó a su prometida y le dio una palmadita cariñosa en la cara. Ahora lo veo claro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano. Después dio algunos pasos y tropezó con una pared. La situación de Dunia era aún más penosa cuando el señor Svidrigailof bebía más de la cuenta, cediendo a los hábitos adquiridos en el ejército. Pero de pronto se desencadenó una tormenta en el despacho. Raskolnikof pasó a la pieza inmediata. -No -repitió-, yo no leía las noticias de los incendios -y añadió, guiñándole un ojo-: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo. ¿Para qué tanta molestia...? No sabes lo que haces. Sin embar- go, como dirigiera una mirada a la cocina y. viese que debajo de un banco había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y lim- piar el hacha. -¡Qué insolencia! -Le gusta manejar el látigo, ¿eh? Rasumikhine desdobló la carta. Mi opinión es que en este punto. También col- gaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de madera de ciprés y otra de cobre. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su de- ber. Esto es induda- ble. ¿Qué quería usted que hiciera: que me dejase golpear pasivamente? Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de alcanzarnos y asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en el suelo, sin poder hacer movimiento alguno para defen- dernos. «Lo he dicho para fustigarme los ner- vios, como ha adivinado Rodion Romanovitch.
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